El origen del primer gran dios mesoamericano. I Parte.
- BioTxikano

- 28 oct
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Actualizado: 3 nov
Una lectura comparativa entre la arqueología Mesoamericana y la narrativa de Alexandre Eleazar.
● Resumen
Este artículo propone una relectura de la figura del dios mesoamericano vinculado al maíz, la lluvia, el trueno y los ciclos cósmicos, a partir de un enfoque comparativo entre diversas culturas —olmeca, teotihuacana, maya, zapoteca, mixteca y tolteca—, en diálogo con la narrativa alternativa propuesta por Alexandre Eleazar. A través del análisis iconográfico, arqueológico y mitológico de figuras como Homshuk, Cocijo, Chaac, Kukulkán, Dzahui, Ehécatl y Quetzalcóatl, se sugiere que, en ciertos contextos, todos ellos pueden entenderse como manifestaciones diversas de un mismo arquetipo teológico que perduró bajo distintas formas y nombres. No obstante, en otros casos, se trata de personajes diferenciados que comparten atributos físicos o simbólicos similares —como el dominio sobre los elementos, la relación con el maíz o la capacidad de generar movimiento cósmico—, lo que ha contribuido a la confusión o superposición en los relatos históricos.
Esta ambigüedad entre identidad compartida y diferenciación simbólica ya ha sido señalada por Enrique Florescano (2001), quien explica que, a lo largo de los siglos, Quetzalcóatl asumió múltiples identidades —como dios del maíz, del conocimiento, del viento, del orden civilizador o incluso como héroe cultural—, fusionándose con deidades y adoptando distintos rostros según cada sociedad mesoamericana.
A lo largo del artículo se examinan los paralelismos simbólicos entre fuentes académicas tradicionales y la narrativa contenida en Los Bere, donde se relata el nacimiento de una figura divina concebida mediante un procedimiento de inseminación artificial y asociada al conocimiento sagrado. El propósito es mostrar cómo ciertos elementos simbólicos presentes en dicha obra pueden ofrecer nuevas claves interpretativas para abordar vacíos o enigmas persistentes en el estudio de la arqueología mesoamericana. Se concluye que la persistencia de este arquetipo en distintos pueblos, así como su asociación con el calendario, los ciclos astronómicos y los relatos de partida y retorno, apunta a una unidad profunda en la cosmovisión mesoamericana, preservada tanto en los mitos tradicionales como en interpretaciones simbólicas no convencionales.
Los olmecas: el origen del dios primigenio.
Desde los primeros vestigios mesoamericanos, emerge una figura teológica de atributos variables, pero esencia constante: un dios vinculado al maíz, el trueno y los ciclos sagrados, cuya raíz simbólica parece trascender culturas y milenios (López Austin, 1996). La cultura conocida como olmeca —Olmeka, “los antiguos caídos del cielo”, según Serdaniol (2023)—, cultura matriz que aún hoy nos desconcierta, nos legaron la primera manifestación explícita de este arquetipo.
Desde mi perspectiva, y como he expresado en otras publicaciones (Biotxikano, 2024), el sustrato de este pueblo provendría de los Paios (también llamados Patos en textos de Eleazar), cuya primera gran capital fue Manaos. Este contexto es esencial para comprender la profunda revolución que representó el surgimiento del dios del maíz. Centros previos como Cuicuilco —topónimo que Serdaniol (2023) identifica como "lugar oscuro de sacrificios"—, así como las complejas culturas Mokaya, Tlatilco y Chupícuaro, florecieron en una era previa a la llegada de las Xurides. Según esta visión, el panorama ritual de estas sociedades, pese a su sofisticación, estaba marcado por prácticas que podríamos calificar de sanguinarias o centradas en cultos distintos.

Fueron los olmecas y tradiciones formativas de distintas regiones —Mokaya y Tlatilco, así como Cuicuilco, y ya en el Formativo tardío Chupícuaro— quienes, según propongo, atestiguaron el surgimiento de la deidad y propiciaron un cambio teológico que elevó al niño-dios del maíz a deidad principal, reorientando la cosmovisión hacia la fertilidad, la agricultura y un pacto divino benefactor.

Un infante con rasgos de jaguar, nacido de una cueva o sostenido por una figura femenina, niño cuyo aspecto rompe con la iconografía humana convencional (Bernal, 1979; Taube, 2004). Esta imagen, cargada de símbolos acuáticos, solares y telúricos, prefigura ya la unión de tres fuerzas sagradas que se repetirán a lo largo de Mesoamérica: el maíz, el agua y el rayo.Este niño divino, representado en el arte olmeca con rasgos felinos y elementos acuáticos, anticipa la figura de Tláloc como señor de las aguas (Taube, 2004; Miller & Taube, 1993). Su iconografía nos habla de una divinidad capaz de adoptar múltiples formas sin perder su núcleo sagrado (López Austin, 1994). Sin embargo, este arquetipo no estaba completo sin su representación femenina. La presencia de la diosa del maíz, íntimamente ligada a la fertilidad, es igualmente fundamental. Representaciones recurrentes de mujeres con bebés, así como figuras femeninas portando mazorcas o emergiendo de la tierra con atributos vegetales, subrayan su papel como dadora de vida y sustento (Coe, 1968; Tate, 2012). En muchas ocasiones, esta diosa aparece representada junto al niño-dios, formando una dualidad divina que encarna el ciclo completo de la vida, la muerte y la regeneración del maíz (Joralemon, 1976; Taube, 1996).

Estas imágenes encuentran eco en las tradiciones mesoamericanas, especialmente en la figura de Homshuk, descrito como un niño nacido de un huevo, hijo de una viuda y portador de cabellos dorados como la mazorca —Maxurike en lengua Elengoa, término vinculado también a María (Serdaniol, 2023). Tanto en las versiones orales como en la narrativa de Eleazar, este infante sagrado es presentado como un mediador entre el cielo y la tierra, cuya sabiduría desde el nacimiento marca el inicio de una nueva era para la humanidad tanto agrícola como espiritual (Freidel et al., 1993; Bierhorst, 1990).
Un detalle particularmente enigmático de Los Bere es la descripción del nacimiento de Iezus —nombre que, según Eleazar, le dieron los habitantes del primer imperio de los Patos y que significa "no fue concebido con macho"—. La narrativa relata que fue concebido mediante un procedimiento de inseminación artificial realizado en la xuride María, utilizando material genético crio preservado en un artefacto similar a un huevo este material genético provenía de un varón el cual había fallecido identificado como “Eluis” o ¨El Zar de los ELe¨.

Una narrativa alterna, donde resulta notable su paralelismo con técnicas modernas de reproducción asistida. Procedimientos como la extracción de esperma post mortem (dentro de un marco de 24 a 36 horas) y su posterior crio preservación para inseminación son no sólo técnicamente viables, sino que están legalmente regulados en varios países (Batzer & Hurley, 1996; Bahm et al., 2013; Pereira, 2019; Shuster, 2021).
Desde esta perspectiva, la narrativa de Eleazar no solo reproduce símbolos comunes al pensamiento mesoamericano, sino que introduce una lógica simbiótica entre lo mítico y lo biotecnológico, lo que invita a pensar en una capa de conocimiento cifrado que parecería anticipar —o al menos metaforizar— saberes científicos actuales.
Esta versión no solo es exclusiva de la primera gran cultura mesoamericana, sino que es manifestada desde diferentes perspectivas en múltiples culturas en toda América e incluso alrededor del mundo.

Conforme crecía, a esta deidad se le fueron otorgando nuevos atributos divinos que trascendían su papel original como proveedor del maíz. Las culturas sucesivas comenzaron a adjudicarle el dominio sobre los fenómenos atmosféricos más poderosos: las tormentas colosales, la lluvia fecundante, los rayos destructores y creadores, y las aguas primordiales, atribuciones que variaban según el contexto cultural específico (Diehl, 2004). Los mitos fundacionales, desde los olmecas hasta los Mexicas, registran cómo estas manifestaciones emergieron de forma conjunta del acto creador, estableciendo desde entonces su interdependencia esencial.
Los olmecas dejaron expresiones artísticas muy diversas como estelas, esculturas, pinturas, cerámica, etc, donde dejaron plasmado eventos y mensajes que han perdurado los años, pero sus interpretaciones aún siguen siendo debatidas. Observando estas expresiones desde la perspectiva de Eleazar nos dan un contexto alterno, pero con rigor histórico bien fundamentado que complementa la historia oficial y devela los misterios.

Los teotihuacanos: el poder del trueno y el calendario celeste
Teotihuacan, nombrada así por los Mexicas (y que en náhuatl significa —Lugar donde los hombres se hacen dioses— debido a sus majestuosas construcciones), encontraron la ciudad abandonada por lo que se desconoce su nombre original, pero consideraban que era la ciudad de sus ancestros, la mítica Tollan-Teotihuacan cuna de la civilización Tolteca (a los habitantes de Tollan se les llamo Toltecas) cuya cultura surgió después de los olmecas (Diehl, 2004). Los Teotihuacanos - Toltecas en su calidad de grandes cosmólogos y constructores, veneraron a una de las variaciones de la deidad principal como el dios del tiempo sagrado y cósmico. A él se atribuía el haber otorgado a la humanidad el conocimiento de los ciclos celestiales, fundamentales para la organización de la vida religiosa y agrícola.

Este conocimiento se plasmó también en la arquitectura de Teotihuacan. La Gran Pirámide —designada en época mexica como Pirámide del Sol— funcionó como marcador del tiempo sagrado y muestra alineaciones astronómicas: su traza se asocia a puestas de Sol separadas por ~260 días (≈30 de abril y ≈13 de agosto), fechas clave del calendario agrícola (Aveni, 2001; 2002). Este orden cósmico se reforzaba con avenidas y recintos orientados a solsticios, equinoccios y pasos cenitales (Aveni, 2001; Sugiyama, 2005).

El simbolismo alcanza su máxima expresión en la cueva situada bajo la pirámide de Tláloc, considerada un portal hacia el inframundo y origen de las aguas
primordiales. Según López Austin (1997), este elemento otorgaba a la estructura un valor calendárico y un paisaje ritual, configurando una unidad sagrada que vinculaba cielo, tierra y subsuelo.
A lo largo de la Calzada de los Muertos —nombre dado por los mexicas— se distribuyen diversos basamentos (comúnmente llamados pirámides), que consisten en plataformas escalonadas con una cima plana sobre la que se erigía una estructura. Esta disposición arquitectónica responde a una lógica simbólica estrechamente vinculada, como se mencionó antes, con los calendarios y las constelaciones. Además, Teotihuacán contaba con un sistema hidráulico avanzado: drenajes en viviendas y templos, así como estructuras diseñadas para almacenar el agua de lluvia. Todo esto revela un complejo urbano que integraba funcionalidad y sacralidad, y que llegó a albergar a más de 300 mil personas.
Las pirámides más emblemáticas se alinean a lo largo de este eje: el Templo de Quetzalcóatl, situado al inicio de la calzada; después de cruzar el río San Juan, la pirámide de Tláloc; y finalmente, en el extremo norte, la pirámide de la Luna.
Así, el conjunto arquitectónico de Teotihuacán no solo cumplía funciones ceremoniales y urbanas, sino que materializaba una visión del cosmos inscrita en el espacio. Según Esther Pasztory (1997), la arquitectura teotihuacana era “un sistema simbólico de poder y orden cósmico”, donde cada templo, avenida y alineación astronómica participaba en la comunicación con lo divino. Esta concepción del espacio sagrado —vinculado al agua, al tiempo y a los ciclos de la fertilidad— preparaba el terreno para una teología flexible, donde deidades como Tláloc adoptaban formas múltiples y complementarias según el momento ritual o la estación agrícola.

La aparente dualidad teológica —manifestada en la fusión de Tláloc (aguas) con deidades del tiempo, maíz, Truenos, etc — ejemplifica el carácter polisémico de lo divino. Las representaciones de Tláloc abarcan desde un joven imberbe, asociado a las lluvias tempranas y la germinación del maíz, hasta una figura madura con barba, símbolo de las tormentas violentas y la plenitud de los ciclos agrícolas (Taube, 2004: 45–47; Miller & Taube, 1993: 170). Como evidencia Manzanilla (1993: 154) en su análisis de las máscaras rituales teotihuacanas, menciona que estas variantes no eran contradictorias, sino complementarias: 'los atributos meteorológicos y calendáricos se unían en una misma entidad sagrada, donde la juventud y la madurez reflejaban estaciones y momentos rituales distintos'. López Austin (1996) conceptualizó este fenómeno como 'unidad sagrada': un principio donde fuerzas como el trueno, la fertilidad y los ciclos agrícolas emanaban de un núcleo numinoso compartido (Boone, 2000: 88). Esta plasticidad iconográfica —documentada desde los Olmecas hasta los mexicas— reforzaba su rol como mediador entre lo celeste y lo terrestre, capaz de asumir múltiples formas sin perder su esencia (López Austin, 1994: 112).

Las excavaciones dirigidas por Rubén Cabrera Castro y Saburo Sugiyama en el Templo de la Serpiente Emplumada revelaron que su construcción atravesó distintas fases simbólicas (Sugiyama, 2005). En la etapa inicial, el edificio fue decorado con cabezas vinculadas a Tláloc; en una fase posterior se incorporaron representaciones de la Serpiente Emplumada. Este viraje iconográfico sugiere que, antes de la advocación a la Serpiente Emplumada, el culto principal estaba dirigido a Tláloc, a quien relaciono con Homshuk y postulo como el Metxiko, cuyo nombre, según Alexandre Eleazar, habría dado origen al topónimo México a partir de Me (María) y Txiko (chico), es decir, “el chico de María”. Este ser —asociado a Tláloc por atributos como “nacido de una viuda y de un huevo”— habría nacido en Teotihuacan y, tras su partida, cientos de años después, habría llegado quien Eleazar identifica como el rey Dardanos (Juan/Ian/Txan, etc.), figura equivalente a Quetzalcóatl, cuyas esculturas se habrían incorporado posteriormente al templo, junto a las de Tláloc.

Por lo tanto, esta coexistencia iconográfica no implicó una fusión entre ambas deidades, sino que refleja una visión teológica compleja, en la que los teotihuacanos reconocían con claridad la individualidad y los atributos específicos de cada fuerza divina. Su representación conjunta dentro del mismo espacio ceremonial indica un entendimiento profundo de la complementariedad entre dos entidades diferentes. En el caso del Templo de la Serpiente Emplumada, su fase clásica quedó parcialmente ocultada por una estructura adosada posterior dentro de la Ciudadela, gesto arquitectónico con el que las élites impusieron un nuevo programa ritual. Este patrón —levantar nuevas fases sobre o delante de las anteriores y reajustar el culto— se repite en otros conjuntos, donde santuarios con iconografía jaguar sustituyen programas previos vinculados a la Serpiente Emplumada. Un motivo común en gran parte de las construcciones es el uso de conchas marinas como emblema acuático y de fertilidad, visible, por ejemplo, en el Palacio de Quetzalpapálotl, donde la concha aparece estilizada con plumas y la cual Eleazar dice es un símbolo con referencia a la Xuride Maria.

Debido a estas características y otras que seguiremos analizando, Teotihuacán podría corresponder a la gran Tolimak —la Ciudad de las Marías— mencionada por Alexandre Eleazar en Los Bere (Eleazar, 1985). En esta clave, Juan M. (2025) propone que en la cúspide del edificio principal de Teotihuacán se erigió una gran escultura del Metxiko, vinculada al relato de la visita del rey Dardanos a las tierras de Metxiko cuando fue recibido por el Istatu; ciertos pasajes atribuidos a Los Bere (1985) permitirían insinuar que ese suceso ocurrió en Teotihuacán. Aunque esta identificación sigue siendo hipotética, otros que investigan el tema han propuesto diferentes ubicaciones para la mítica Tollan, como Tula (Tollan-Xicocotitlan), Cholula (Tollan-Chollollan) o incluso Xochicalco, dado que las tres se encuentran cerca de un gran lago, condición que coincide con la descripción que hace Eleazar sobre el lugar de nacimiento de Iezus. Sin embargo, el esplendor, la complejidad urbana y la proyección cultural de Teotihuacán parecen superar con creces a las otras candidatas, lo cual fortalece su candidatura simbólica como la posible Tolimak.

Desde el punto de vista político, Teotihuacán fue gobernada históricamente por un consejo de cuatro líderes (Cowgill, 2015: 217), estructura que presenta un paralelo sugerente con la organización descrita en Los Bere: las tres Xurides y el Metxiko. Este modelo de liderazgo no se limitó a Teotihuacán, sino que proyectó su influencia a otras regiones: ciudades como Tikal, Uxmal, Becán, Kabah, entre otros, adoptaron emblemas dinásticos y símbolos de poder asociados a la metrópoli del altiplano, como evidencian diversas estelas mayas que documentan alianzas con élites foráneas (Sharer & Traxler, 2006: 302–305). Esta continuidad en la iconografía y el ceremonial indica que lo político y lo sagrado eran dimensiones estrechamente entrelazadas.
Un hallazgo arqueológico que refuerza esta lectura simbólica —y que resuena con las afirmaciones de Eleazar— procede del túnel ritual localizado bajo el Templo de la Serpiente Emplumada. Este corredor, colmado con centenares de ofrendas, conduce hasta una cámara situada directamente bajo la edificación dedicada a Quetzalcóatl; allí, en un espacio donde se documentó mercurio, se dispusieron ceremonialmente cuatro esculturas —tres femeninas y una infantil— (Sugiyama et al., 2013: 432). Para López Austin (2001: 156), tales deposiciones votivas encarnan conceptos cosmogónicos fundamentales. En la lectura de Los Bere, esas figuras pueden entenderse como el niño-dios (Homshuk-Tláloc) y las tres Marías o xurides —cuyo nombre, según Eleazar y como recoge Serdaniol en el diccionario de Elengoa, significa “cosmonautas”—. Esta composición sugiere un marco en el que poder terrenal y orden cósmico se entrelazaban profundamente (Manzanilla, 2015: 311). ¿Podría indicar este recinto el lugar del “nacimiento” de Tláloc?


Este posible lugar de nacimiento no solo resalta la dimensión simbólica del niño-dios, sino que también abre la puerta a interpretar otros elementos rituales y representaciones iconográficas vinculadas a su figura. Entre ellos destaca un atributo particular: un objeto que aparece recurrentemente en manos de Tláloc, también del llamado “Señor del Tiempo” entre otros tantos nombres, el cual parece desempeñar un papel clave como herramienta o arma sagrada.
Alexandre Eleazar señala que el objeto que llevaba Iezus era denominado Tximistua. En uno de sus libros relata un episodio donde los Paios, trasladados a Edenga para ser civilizados por los Eduen, organizaron una protesta: “organizaron un gran alboroto delante de la entrada del BURUBATZAR, levantando los puños en señal de protesta y para asustarnos, pero les ambientamos con nuestros TXIMISTUA. Así la manifestación se disolvió rápidamente” (Eleazar,1997). Esta descripción refuerza la idea de que el Tximistua era un símbolo de autoridad y control, asociado a las figuras divinas que regían el tiempo y los fenómenos naturales. Este Rayo es muy manifestado en las variaciones del dios primordial.
Serdaniol en su diccionario nos desglosa un poco más sobre este objeto: “Arma, fuerza o esencia Divina, según los Anales de Los Bere capaz de fulminar, reducir o desorientar fuertemente a cualquier ser vivo o grupo de seres vivos. Así mismo, levantar inmensos bloques de piedras y otros prodigios y cuya fuerza fue utilizada por Iezus hasta poco antes de su muerte, momento en que dejaron de funcionar. Cientos de años después pudo ser representado por un rayo o Haz de Luz” (Serdaniol, 2023).


Desde el periodo Preclásico, los rasgos del dios del trueno en Mesoamérica mostraban un paralelismo notable con figuras divinas de otras culturas, como el caso de Zeus en la tradición griega, a quien Alexandre Eleazar identifica como una transposición simbólica de Iezus. Esta deidad encarnaba un poder cósmico fundamental, cuyo dominio sobre los fenómenos atmosféricos y su rol como mediador de dones sagrados aparecen reflejados en diversas culturas del mundo. En la tradición nórdica, Thor porta un martillo que genera rayos y protege el orden del mundo; en la India védica, Indra empuña el vajra, un rayo que simboliza poder y purificación; en el ámbito eslavo, Perun lanza hachas que iluminan el cielo; mientras que, en el mundo japonés, Raijin controla el trueno mediante tambores celestiales. Esta recurrencia simbólica sugiere la existencia de un arquetipo global del portador del rayo, cuya función trasciende lo meteorológico para inscribirse en el orden cósmico, la justicia divina y el equilibrio entre lo humano y lo celeste.

Según Eleazar, el mismo Iezus recibió de María su madre (una de las tres xurides y la única que conservó el nombre de María, mientras las otras pasaron a ser Margot y Marta) el maíz como legado divino —representado en tradiciones mesoamericanas por el niño-dios Homshuk emergiendo de un huevo divino con los cabellos como la mazorca dorada (Freidel et al., 1993)— para luego entregarlo a la humanidad. Este acto de mediación, donde lo divino se hace sustento material, replica el esquema olmeca-teotihuacano de deidades que conectan cielo y tierra (López Austin, 1994). Las representaciones del maíz cuyo significado en elengoa y recopilado por Serdaniol en su diccionario, dice que significa —Es de María— este como regalo pervive en códices y arte ritual, a pesar de la destrucción colonial, evidenciando lo que López Austin llamó “la trama borrada pero indestructible” de la cosmovisión mesoamericana (1994: 112).
Solo para vislumbrar la magnitud del maíz como símbolo cultural y biológico —tema que por sí mismo amerita un artículo independiente—, cabe señalar que su origen aún despierta interrogantes. Aunque se acepta que el maíz fue domesticado a partir del teocintle (Zea mays ssp. parviglumis), su transformación fue tan radical que muchos científicos la consideran una proeza sin precedentes. A diferencia de su ancestro silvestre, el maíz moderno (Zea mays ssp. mays) no puede reproducirse sin intervención humana, ya que sus granos no se dispersan de forma natural. La dependencia absoluta del maíz con respecto al ser humano, así como su estructura biológica y genética, ha llevado a investigadores como George Beadle (1939) y Doebley et al. (2006) a postular que esta transformación se debió a una selección intencional extremadamente precisa. Estudios recientes revelan que bastaron mutaciones en cinco genes clave para lograr esta conversión, lo que implica un conocimiento pre-mendeliano aplicado por los antiguos agricultores.
Esta intervención no solo fue técnica, sino también espiritual. Como plantea Johannes (2010), la domesticación del maíz fue “un acto de genio cultural” vinculado a una visión sagrada del mundo vegetal. Por eso, en Mesoamérica, el maíz no era simplemente un alimento, sino una entidad sagrada, un regalo divino que sintetizaba la relación entre cultura y biología, como bien lo sintetiza Mann (2006): “Maize is a construct of human intention... its domestication borders on the mythical”. Así, la entrega del maíz por parte de las xurides a Iezus-Homshuk-Tlaloc y este a la humanidad, no debe leerse solo en clave mitológica, sino también como una metáfora de un conocimiento profundo y heredado, cuyo origen —como el de la planta misma— sigue envuelto en misterio.

Zapotecas: Pitao Cocijo y la herencia del dios primigenio
Esta red de intercambios sagrados —donde el maíz, la lluvia y el trueno se entrelazaban como dones divinos— encontró su expresión en la cosmovisión zapoteca. Los Ben'Zaa (“gente de las nubes”), como se autodenominaban, afirmaban que sus ancestros nacieron de los árboles, señalando una relación simbólica entre el cielo, la tierra y la vida vegetal. Su centro ceremonial, Monte Albán (Daniban, según Serdaniol, 2023), sintetizaba tanto su herencia olmeca como su contacto con Teotihuacán (Winter, 1994).
En esta cosmovisión, el dios Pitao Cocijo ocupaba un papel central como regente del trueno, la lluvia y la fertilidad. La iconografía presente en urnas, estelas y relieves lo representa con rayos brotando de su boca o manos, acompañado de símbolos acuáticos, fálicos y serpentinos que aluden a su función fertilizadora (Caso, 1965: 92–95). Según Marcus (1983), su imagen era tan crucial que los gobernantes zapotecas se hacían representar como encarnaciones de Cocijo, conectando así el poder político con el equilibrio agrícola. Las evidencias arqueológicas indican que los templos dedicados a Cocijo, como el ubicado en Monte Albán, estaban orientados astronómicamente hacia las primeras lluvias, articulando una visión sagrada del tiempo y el paisaje (Urcid, 2005: 238–240). Esta figura, como otras deidades del trueno en el mundo, encarnaba la fuerza cósmica que fecundaba la tierra a través del rayo, permitiendo el brote del maíz y la continuidad de la vida.


La evidencia de un barrio zapoteco en Teotihuacán (Smith, 2001) revela la profundidad de este intercambio. Adaptaron el culto a Tláloc —reinterpretándolo como Pitao Cocijo— mientras preservaban a Pitao Cozobi, el dios del maíz que, según López Austin (1997: 145), “encarnaba la maduración del niño-dios olmeca, ahora como sustento fecundo”. Esta dualidad (trueno/fertilidad) materializaba su comprensión de lo sagrado como fuerzas complementarias.
A la luz de esta continuidad simbólica, puede sugerirse que el surgimiento del dios del maíz en la tradición olmeca se funcionó como punto de partida para una matriz teológica que evolucionó y fue adaptada en culturas como la zapoteca y en la cosmovisión ritual de Teotihuacán. Esta transformación no implica una descendencia directa, sino una transmisión cultural donde el símbolo del maíz —asociado al niño divino y al ciclo agrícola— fue reinterpretado según los contextos locales. Como señala López Austin (1994, 1997), muchas de estas deidades mantienen una esencia común, aunque cambien de nombre o atributo, lo que refuerza la idea de un arquetipo compartido. Asimismo, autores como Pasztory (1997) han resaltado cómo Teotihuacán se convirtió en un centro irradiador de símbolos religiosos que serían retomados y reinterpretados por civilizaciones posteriores.

Este proceso de evolución cultural ejemplifica lo que López Austin (1997: 210) denomina "la trama viva de Mesoamérica: una secuencia milenaria de pueblos vinculados por tradiciones que se transforman sin perder su esencia". Los zapotecos no solo integraron elementos olmecas y teotihuacanos, sino que los reinterpretaron creativamente, como muestran sus deidades duales (Pitao Cocijo/Cozobi) y su asombro

Las crónicas de Burgoa (1934) sobre la diversidad física zapoteca —incluidos individuos de tez clara y mayor estatura— apuntan a un entrelazamiento genético-cultural más complejo de lo que suele asumirse. Esa intuición encuentra eco en la evidencia paleogenómica reciente, que identifica aportes de dos “poblaciones fantasmas” (linajes antiguos no muestreados) en poblaciones prehispánicas del norte y centro de México (Villa-Islas et al., 2023). En un marco temporal más amplio, varias evidencias sitúan presencia humana en América antes de 13 000 años: las huellas de White Sands (~23–21 ka), la ocupación de Cooper’s Ferry (~16 ka) y el sitio de Monte Verde (~14.5 ka) (Bennett et al., 2021; Bennett et al., 2023; Davis et al., 2019; Dillehay, 1997).
Así, la herencia teológica olmeca y teotihuacana —encarnada en figuras como Tláloc, Homshuk y Pitao Cocijo— no se agotó en el altiplano central. Mientras los zapotecas consolidaban su visión dual del trueno y la fertilidad en Monte Albán, en las tierras bajas del sureste se desarrollaba una de las civilizaciones más sofisticadas de Mesoamérica: la cultura maya.
Los mayas no solo recibirían este legado simbólico, sino que lo elevarían a niveles de complejidad sin precedentes, integrando el arquetipo del dios del maíz en un sistema cosmológico que articularía calendarios sagrados, escritura glífica y una profunda comprensión astronómica.
Si en el altiplano el dios del trueno y la lluvia mantenía su rostro primordial, en el mundo maya esta figura se desdoblaría en múltiples manifestaciones: desde el enigmático Huracán del Popol Vuh hasta el poderoso Chaac de las lluvias y el civilizador Kukulkán, siempre preservando ese núcleo sagrado que une el cielo, la tierra y el sustento humano.
De este modo, el analisi de olmecas, teotihuacanos y zapotecos en dialogo con la narrativa de Eleazar, permite postular la existencia de un sustrato teologico comun y maleable. La esencia del dios del maiz y el trueno - con sus atributos de nacimiento milagroso, don civilizador y control sobre los fenomenos atmosfericos- demostro una capacidad extraordinaria para reinterpretarse, sntando las bases cosmologicas sobre las que se edificaria el esplendor maya y psterior mundo mesoamericano.
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